jueves, 11 de agosto de 2011

LA GUERRA SOCIAL

Asistimos en la actualidad a profundos cambios geopolíticos, sociales y económicos. Unos cambios que no son fruto de la casualidad sino de una planificación medida por el capital tendente únicamente a maximizar su poder y su patrimonio a través de la fórmula más rápida y fácil, el deterioro del valor del trabajo en todo el mundo. Y afirmo que es la fórmula más rápida y fácil porque es la que menos contestación social suscita en los países con tejido social más desarrollado, pero fuertemente deteriorado. Países en los que los tejidos sociales familiares aún pueden seguir absorbiendo situaciones de necesidad, de desempleo y de pérdida de capacidad de compra. El consenso en el mundo desarrollado alcanzado tras la II Guerra Mundial, por el que el capital debía tender la mano a los trabajadores como fórmula de evitar que éstos, masivamente, acabaran potenciando regímenes comunistas y abrazando desesperadamente sus modos, concluyó con la caída del Telón de Acero. Desde entonces, y aunque no nos hayamos dado ni cuenta, se abrió una nueva era. La era del desmantelamiento del Estado del Bienestar y la era de acabar con los movimientos que debían presentar resistencia a este plan. Ronald Reagan y Margaret Thatcher fueron, en los años 80, los arietes del capital. Ahora son los gobiernos de todos los países del mundo desarrollado. Este plan se implementa, no por casualidad, con mas fuerza en Europa.

Las clases populares de estos países asumimos, casi sin rechistar, estos cambios y el empobrecimiento de la mayoría como un mal menor, y lo hacemos con la esperanza de que eso ayude a reactivar el empleo y la propia economía. La situación es tan dramática que las ideologías parece que no existen o que se han hecho desaparecer de un plumazo. La base social de los movimientos organizativos de la izquierda tradicional, abandona el barco desesperada por la ausencia de perspectivas. Los dogmas del pensamiento único van calando profundamente en ellos y la contrainformación no fluye, lógicamente, por los medios de comunicación de masas. Los sindicatos de clase, en todo el mundo, parecemos arrinconados y inadaptados a los cambios que ha operado el postfordismo (feminización del trabajo, énfasis en el consumo, primacía del sector servicios, globalización de los mercados financieros, etc).

La realidad puede superar la ficción. Por ello, nadie puede plantear con conocimiento de causa que esta realidad no pueda transformarse, pero hay que ponerse a ello. Todo puede cambiar, tan solo es una cuestión de voluntad, oportunidades, y tiempo. Aquí es cuando surgen opiniones para todos los gustos y cuando pueden ponerse en práctica diferentes iniciativas desde la izquierda plural, probablemente más dividida que en los años 30 del siglo pasado. Con seguridad, todo deberá empezar por los cimientos. Por la toma de conciencia del sentido de pertenencia a una clase (las clases dominantes lo tienen muy claro), por la formación ideológica en sentido amplio, por la explicación, la transparencia y la cercanía.

Si hablamos, escribimos, y no se nos entiende, el problema es nuestro. Si cada vez los sindicatos de clase somos más necesarios, y quienes tienen que percibirlo no lo hacen, el problema es nuestro. Si no sabemos desmontar las tesis neoliberales, que nos ven como un problema, que minan nuestra imagen y ponen en cuestión nuestro papel, tenemos un problema.

Puede que la crisis no sea pasajera, puede que esto no sea un paréntesis sino una nueva era. Una era en la que si el sistema capitalista no aprecia una seria amenaza, nada cambie. La cuestión es el margen de tiempo que los que manejan el mundo creen que pueden tener para seguir empobreciendo a la mayoría, y cuando reaccionaremos en serio contra todo ello, unidos y sin desangrarnos entre nosotros.



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